Un amigo me mandó este artículo. Me pareció genial, yo no lo había encontrado. Pero después de buscado, encontrado está.
Amor
celular
JUAN VILLORO
En mi
infancia, un objeto parecía resumir los remedios para el hombre en apuros: la
navaja suiza. Durante años esperé el momento de encarar una situación que me
llevara a usar en forma simultánea la lupa, el sacacorchos y las pinzas para
arrancar cejas. Aquella navaja había sido ideada para momentos complicados que
por desgracia nunca fueron para mí. Ni siquiera en mi paso por los boy scouts
encontré mejor uso para la hoja grande que untar mostaza en mi sándwich.
El teléfono
celular llegó a nuestros bolsos y cinturones como la versión ultramoderna de la
navaja suiza. Ofrece tal cantidad de posibilidades que muchas de ellas sólo se
utilizan porque están instaladas. Que alguien te fotografíe con un teléfono
debería ser una transgresión simbólica tan obvia como que un cura te dé la
bendición con un zapato. Sin embargo, vivimos tiempos de simbiosis donde los
aparatos aspiran a la identidad versátil del ornitorrinco eléctrico. Poco
importa que un teléfono fijo ofrezca mejores condiciones acústicas ni que una
cámara supere en nitidez al visor del celular. Lo gratificante es la
condensación de oportunidades.
Tal vez
porque en mi niñez de explorador no encontré el momento de aprovechar la aguja
de coser mientras decapitaba un oso con la hoja serruchada, encuentro pocas
virtudes en los utensilios que ofrecen usos combinados.
Obviamente
pertenezco a una generación rebasada por las ofertas del mercado. Cuando le
digo a un joven de mi confianza que las fotos que toma con el celular no son
precisamente deslumbrantes, me responde en tono de obviedad: "¿Y qué
querías? ¡Es un celular!" Esta rotunda respuesta tiene el objetivo no
declarado de establecer una distinción entre la artesanía y el arte. Al usuario
acostumbrado a las tecnologías especializadas le cuesta trabajo entender que lo
impuro puede ser práctico. El celular no fue inventado para poner a prueba la
perfección de los cinco sentidos, sino para mostrar que a veces resulta útil
oír mal, ver a medias o sentir una extraña vibración en el bolsillo.
Los objetos
semifuncionales pueden volverse irrenunciables, según demuestra el tostador de
mi casa, trasto bipolar que a veces broncea el pan y a veces lo incinera.
Aunque no hemos sacado nada bueno de su vientre, aprovechamos que está a la
mano para perjudicar a diario nuestros panes. Esto permite que una voz
solidaria recuerde el momento en que nos hartamos del viejo tostador, esa
mañana de humos en que decidí ir a la tienda para confundirme ante los variados
electrodomésticos del hombre: reconocí una marca (olvidando que su prestigio
internacional se debía a licuar zanahorias) y me equivoqué con buena intención.
Todo esto para decir que la calidad de vida depende poco de tostar el pan.
En una
época en que se venden osos de peluche con celular, la telefonía portátil es un
lugar común para los niños. En cambio, está revestida de cierta aura mística
para alguien que creció ante el programa de televisión Combate, donde la
arriesgada comunicación en walkie-talkie obligaba a decir la clave: "Jaque
Mate Rey Dos", y a aguardar la respuesta: "Aquí Torre Blanca".
La
incesante renovación tecnológica genera diversas respuestas culturales. Por un
lado, convierte en cacharros a todos los productos precedentes de una misma
línea. Al mismo tiempo, la normalización del uso rebaja los criterios de
exigencia. El primitivo que sintoniza un radio por primera vez puede aguardar
un mensaje divino. Para la generación digital, los teléfonos negros son objetos
obsoletos que aparecen en las películas de detectives de los años cuarenta.
Esto no quiere decir que exijan milagros del celular. Se han acostumbrado a sus
defectos como nosotros nos acostumbramos a la televisión en blanco y negro que
se desfiguraba en un zigzag cuando un avión pasaba sobre la casa.
Ni siquiera
el precio de las llamadas ha sido obstáculo para aprovechar un invento que en
modo alguno depende de la excelencia. El celular ha traído una nueva artesanía
de la comunicación. Hace poco, un gran conocedor del rock nihilista de 16 años
a quien apodan el Mandril, me contó que sólo se dirigía a su novia a través de
llamadas perdidas. Como no pueden pagar la cuenta de su comunicativo amor, se
limitan a marcarse sin contestar. Es lo más cerca que la pasión ha estado de
prosperar en clave Morse.
El Mandril
detesta la cursilería, escucha percusiones que retumban en el estómago y se
impacienta con facilidad. En el último año estuvo quieto tres horas (mientras
le hacían rastas). Su novia, Mónica, tiene todas las virtudes para inspirar la
poesía de Petrarca. En un acto de amor reflejo, el Mandril le dice
"Changa" (también le dice "güey"). De manera curiosa, la
pareja ha llegado al sentimentalismo a través del celular. Como carecen de
presupuesto para hablarse, recurren al truco pitagórico de dejar un número que
significa mucho. Seguramente les parecería muy poco cool y vergonzoso decirse
letras de boleros; sin embargo, el código que han creado honra a la única
especie capaz de morir de amor.
Como el
Mandril buscaba a alguien que le tradujera las letras del grupo alemán
Rammstein, que anuncia el fin simultáneo del mundo y los oídos, me ofrecí a
cambio de que me descifrara su código celular.
Arreglo un
poco lo que me dijo pero no creo falsearlo mucho. Una llamada perdida
significa: "Estoy aquí y te adoro"; dos llamadas seguidas: "Un
segundo bastó para recargar mi amor"; tres llamadas: "Soy necio
porque te amo"; cuatro llamadas: "Era obsesivo y tus números me
volvieron compulsivo"; cinco llamadas: "No contestes porque te
incendias"; seis llamadas: "Rescátame: estoy preso en tu teléfono".
¿Hay
diferencia con las serenatas que unieron a nuestros abuelos? Hace poco, el
novelista Eliseo Alberto, experto en recordar poemas y canciones que enamoran a
la gente, me recitó la envidiable letra del bolero "Envidia". El
sistema numérico de Mónica y el Mandril no le pide nada a esa canción. Si
alguien duda del romanticismo posmoderno, debe saber lo que significa la
séptima llamada: "No digo tu nombre porque tendría celos de mi voz".
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