Este texto, me lo publicaron hoy en laloncheria.com como parte de su serie "Escritores sin pelotas".
Sufro el fútbol. Lo sufro cada vez que el equipo al que le voy mete
un gol, y espero que no le metan ninguno, y lo sufro cada vez que al
equipo al que le voy le meten un gol y no veo cómo meterá el propio. Lo
sufrí ayer y lo sufrí hace diez días. Lo sufrí en tercero de primaria
cuando ningún “capitán” me escogía para jugar en su equipo durante el
recreo, y lo sufrí en la prepa cuando después de pasar varios partidos
en la banca, me dieron un diploma por ser el jugador que “más mejoró”.
Sufro el fútbol cuando México pierde. La única selección mexicana a
la he dedicado mis emociones desde las eliminatorias, fue la selección
dirigida por Miguel Mejía Barón en 1994.
Campos era un héroe juvenil que lo mismo paraba tiros de los cuales
parecía predecir su trayectoria, vestido de payas
o, que metía goles como
delantero sorpresa. En aquél mundial, conocí a un francés que cada vez
que yo decía México el me contestaba “Campoooos”. También en aquél
mundial conocí las narraciones del Perro Bermúdez con frases como
“Tirititio del Emperador Suárez”, “Zambombazo de Nacho Ambriz”, y “Uf,
uf y recontra uf, Zague falla”.
Sé que todavía sufro el gol que Bulgaria le metió a México en un
estadio en Nueva York, porque volví a ver el tiro de Stoichkov y
recuerdo la trayectoria del balón que no logra tocar Campos. Ahí vimos a
Mejía Barón y Hugo Sánchez discutir un cambio que nunca sucedió, que
pese al penal que metió García Aspe durante el partido, “la volóoooo” en
la serie de penalties, que Campos paró un penalty de manera
inimaginable, y que Marcelino Bernal y Jorge Rodríguez le entregaron el
balón al portero búlgaro. Vi el partido sólo, y el sufrimiento de esa
derrota no lo comenté con nadie. Crecí en una casa donde el fútbol no
existía.
Sufro el fútbol cuando México gana.
El año pasado después de la final de la Copa de Oro, en la que México
goleó a Estados Unidos 5 – 0, no me aguanté las ganas de ir a tener un
momento dionisiaco en el Ángel de la Independencia. Me acercaba a la
glorieta de Reforma y Sevilla, veía de cerca la sensación de perderme en
la masa de la afición futbolera, pero me equivoqué…Lo que vi fue a un
grupo de aficionados agarrando del pelo a un “güero” (resultó ser un
turista de un país que poco tenía que ver con el juego) lleno de espuma y
con la camisa rota.
No me mimeticé en la corretiza alrededor del Ángel, sino que me quedé
en el borde de la banqueta cerca de un policía sin levantar mucho los
ojos. No me perdí en la euforia, sino en una suerte de resignación
disimulada. Carajo, hubiera llevado mi camiseta con la Virgen de
Guadalupe, en el Mundial del 98 de algo había servido.
Sufro el fútbol cuando en una mesa la conversación es sobre la liga
mexicana, o los juegos de la Champion’s. Nunca sé bien de qué hablan. Sé
que Giovanni andaba con Belinda, que Vergara reta en público a los
adversarios de las Chivas, que nunca hay que irle al América, que lo más
seguro es siempre irle a los Pumas, y que Zedillo le iba al Necaxa.
Sé que Beckham definió la metrosexualidad en Inglaterra, que Ronaldo
se puso gordito, que Zidane le dio un cabezazo a alguien (por racista), y
que sí te gusta mucho el fútbol tienes que poder decir algo sobre el
Milán y el Juventus. Sé que nunca tengo nada que decir sobre el fútbol.
Sufro al poner atención en la conversación, ver la mirada de mis
interlocutores buscando un comentario, y responderles con una sonrisa
silenciosa. Sufro porque siento que hablan en otro idioma.
Es decir, sufro el fútbol como lo sufre cualquiera que quiere
asimilarse a algo en vez de resistirlo, pero parece tan fácil
resistirlo, que no estoy seguro que valga la pena. Por eso prefiero
sufrirlo.