
Un(a) vecino(a) hace una denuncia a los policías azules que patrullan
por el barrio. Estos no actúan más que bajo denuncia, pues ya saben que
si ellos se acercan a lo que parece un punto de venta de drogas ilegales
al menudeo, los llamados narcomenudistas desaparecen. La denuncia
llega, ven el lugar, verifican que la sospecha sea fundada y lo
notifican a su mando. La o el vecino aparece sólo en la denuncia, más
información haría que corriera el riesgo de recibir una embestida de su
vecino emprendedor.
Es la música la que marca el inicio. El primero en enfrentar al toro, es
el picador. Lo ve, lo mide. Se acerca y le clava la puya para definir
su destino en el ruedo. Sin la puya que lo debilite, que le quite la
capacidad de cornear hacia arriba, el torero no lo podría enfrentar. El
picador puede caer, su caballo puede llevarse una herida, por eso su
trabajo es el más pequeño en la corrida. Sale, marca, y desaparece.
Los azules no pueden hacer mucho. Pocas veces detienen en flagrancia sin
instrucción de arriba. Después de informar al mando, este puede o no
tomar la decisión de verificar la denuncia enviando a otros policías
vestidos de civil para simular la compra y garantizar la flagrancia. La
narcotiendita, como se conoce, suele ser relativamente visible, y para
quienes habitan en la zona su presencia es obvia.
Tras el tercio de varas, el torero le toma la medida a la fuerza y
disposición del toro. De la herida que le dejó el picador, la sangre se
ve salir por borbotones. El toro chorrea rojo por el cuello y costillas,
y se ve que la saliva y la sangre en la boca se mezclan y caen en la
arena. Los banderilleros salen. Clavan los palos con colores en el lomo
del toro, para que deje ver una vez más su bravura. La desigualdad de
fuerzas se construye para que la danza con el torero continúe, sin ser
tosca.
Leer completo...