Tomado del libro "Ángel de Campo" editado por Héctor de Mauleón.
¡...ha llegado el momento histórico de los caballos de vapor, la moda del siglo XX, y las bicicletas!
Aquello era algo como una diligencia; la máquina de hoy es el relámpago; es, por decirlo así, el complemento de este hombre contemporáneo, que usa sombrero con ventilas, lentes para la miopía, dentadura postiza, faja de gimnasta y monta en bicicleta, como si las piernas fuesen despreciables órganos de locomoción...
Viejos y muchachos, hombres y mujeres, fuertes y débiles se proporcionan una, para correrer por esas calles de Dios como si hubieses cundido una epidemia de velocidad. Aquel que con todo y sombrero valdrá veinte reales, jinetea un aparato de doscientos pesos: es un cobrador que da alcance a los deudores morosos; aquél otro gordo, colorado, sudoroso, es un buen solterón que ciclea por higiene; el ciudadano con faz de remordimiento es un médico extranjero que mata con prontitud y esmero; hay licenciados que sacan tres cuerpos y medio al dueño de la casa que los sigue; aficionados que hacen su aprendizaje asustando viejas y desafiando calandrias, y señoritas americanas que con una constancia sajona, trabajan sus ocho kilómetros diarios, porque así se usa en Inglaterra.
La bicicleta es además un pretexto para enseñar a andar y a caer en las calles solitarias a las amigas que lo solicitan; y para librarse, en lo que cabe, de tomar trenes, crustáceso con ruedas, evitar los tumbos de un coche de a peseta y recorrer todas las calles sin que nadie piense en llamar vago al que mata el tiempo con velocidad de huracán; pero los vagos de Plateros, parásitos de escaparate, estorbos de pie a tierra a los ciclistas, son preferibles los segundos, porque siguiera no tienen tiempo de saludar, ni piden dispensa de una palabra y pagan contribución mensual: son, pues, menos vagos.
El Universal, 16 de mayo de 1896.
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