Este es mi artículo de la semana pasada en El Universal.
En la Caravana por la Paz con Justicia y Dignidad, que va de Cuernavaca a Ciudad Juárez protestando en contra de la violencia y de la impunidad, los familiares de víctimas de asesinato y desaparición forzada deciden estar juntos, dar y recibir el cobijo y protección que ofrece un grupo de iguales. Las historias son todas horribles. Casi todas son voces de madres buscando a hijos o esposos. También están quienes buscan a sus hermanos, o a sus padres. La mayoría de ellos no están dados por muertos, sino simplemente desaparecidos. Nadie volvió a saber nada de ellos. Nadie avisó nada. De otros sí se supo pero un cadáver no habla, y sus familiares piden una historia plausible, un intento de investigación.
Escuchamos sobre policías municipales que desaparecen y que no son sus propias corporaciones las que los buscan o denuncian. Escuchamos también sobre defensores de derechos humanos que a alguien causaban suficiente incomodidad como para perseguir a cada integrante de sus familias. Escuchamos de “daños colaterales” del ejército y de las policías. De métodos de investigación basados en la tortura y la ejecución. Del reclutamiento forzado del crimen organizado.
En las historias que se cuentan el Estado está ausente, y las oficinas de gobierno parecen representar el desprecio por el dolor, ansiedad y vida de los otros. De una ventanilla a otra, madres -familiares- pidiendo que se investigue, que se actualice el expediente, que le reciban su propia investigación. Una y otra vez reciben una “no respuesta”, o de plano un “deje de fregar”, o un “y usted qué información nueva trae”.
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