La reforma política del Distrito Federal suele ser planteada como la solución a un problema de derechos. Se suele argumentar que los habitantes del DF somos ciudadanas y ciudadanos de segunda porque no tenemos los mismos derechos que los habitantes de otros Estados quienes tienen autoridades municipales, con cabildos, en vez de Delegaciones. También se suele decir, y esto sobre todo lo argumenta el propio GDF, que nuestro gobierno no tiene plena autonomía frente a la federación porque no tiene una constitución local que le dé las mismas atribuciones que a los gobiernos estatales.
Sin embargo creo que hay otras razones, que menos tienen que ver con la idea de los derechos en sí, y más con las consecuencias del ejercicio de esos derechos, que se suelen atender poco. Es decir, en vez de pensar la democracia como una demanda ética sobre nuestras sociedades, a veces vale la pena pensarla como una solución a problemas prácticos.
El Distrito Federal lo viven alrededor de 18 millones de personas cotidianamente. Estas personas tienen intereses, preocupaciones, anhelos, y problemas propios. Algunos son compartidos, pero incluso la perspectiva y posibilidades de cada uno son diversas. Algunos nos fijamos más en un bache que en otro, lo vemos salir cada época de lluvia en el mismo lugar en nuestra calle, y otros nos fijamos más en el alumbrado que se funde de manera recurrente. Algunas se fijan más en las condiciones del pesero en el que se mueven, y otras se fijan más en los horarios de tráfico sobre la calle y los obstáculos que aparecen y desaparecen con cierta frecuencia. La atención de cada uno es limitada, y la solemos limitar a lo que tenemos más cercano, o nos parece más importante. Nadie puede creer honestamente que puede saber, distinguir, entender, agregar, darle importancia y decidir de manera informada sobre cada interés o problema que existe en la ciudad.
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