En un lugar inesperado me tope con este párrafo que según yo sirve como argumento en una discusión (que más o menos sucede en mi cabeza, pero no por completo) sobre qué es ser activista y que no. Nada más porque me gusta ver qué pasa si uno estira la cuerda, creo que todo aquél que da argumentos públicos es un activista (o propagandista) de sus propias palabras. Lo cual hace a cualquiera que se considere "intelectual público" o por lo menos "opinador" un activista.
El término 'propaganda' se refiere a la promoción de cualquier doctrina o grupo de creencias que en sí mismo no tiene una connotación negativa. Que la mayoría de esta promoción se haya hecho al servicio de odiosas agendas políticas y comerciales es más un accidente de la historia que un problema de la palabra. Una obra de arte se convierte en una pieza de propaganda cuando usa sus recursos para dirigirnos hacia algo, mientras intentente aumentar nuestra nuestra sensibilidad o habilidad para responder de manera favorable a un objetivo o idea. Bajo esta definición, pocas obras de arte podrían evitar ser contadas como propaganda: no sólo las imágenes de los granjeros soviéticos proclamando sus planes quinquenales sino también las pinturas de chícharos y tazones brillante; sillas; y metal y casas de vidrio al borde del desierto californiano. Tomar el aparentemente perverso paso de dar a cada una de estas cosas la misma etiquieta, sirve simplemente para resaltar el aspecto "directivo" de todos los objetos creados conscientemente - objetos que invitan a los espectadores a imitar y participar en las cualidades codificadas en ellos.
Alain de Botton, La Arquitectura de la Felicidad.
Ah y otro parrafitito que me brincó hace poco, aunque tal vez en un lugar menos sorprendente.
Cuando Marx adscribe a los filósofos la tarea de interpretar el mundo sin transformarlo, está siendo bastante injusto. Mientras interprete al mundo, toda filosofía contiene cierto intento de transformarlo.
Henri Lefebvre, Introducción a la Modernidad.